Cuando ves la dedicación de Diana e Isabel con su cuentacuentos de los sábados en Rayuela, piensas que no hacen otra cosa sino prolongar la tarea lúdica de nuestras abuelas y madres. Evidentemente, los cuentos han variado, no sustancialmente, pero sí en la forma y en la generación de personajes y ambientes que antes permanecían reducidos. Se han adaptado a los tiempos y se han reciclado. No entendería la actividad de cuentacuentos si no es para proponer lecturas a los niños y ayudar a sembrar el gusanillo que les estimule la imaginación y suponga acicate en su esfuerzo lector. Ellas están ahí para animar a los peques. ¿Toman nota los padres que se quedan a acompañarlos para proseguir la jugada en casa?
Se dirá también que para qué demonios hacer este trabajo colectivo si ya existen películas, tele y demás dejaciones audiovisuales. Pues yo diría que solamente por hacerlo en el calor de participar en grupo con otros niños ya merece la pena. El cuento carece de sentido si no se participa y en la medida de lo posible si no se representa. Ellas, las cuentacuentos, están para conducir y motivar a la tribu. ¿Se trata de tener entretenidos a los niños durante una hora? Algunos padres lo verán sólo así. Y los niños, indudablemente, pasan un rato agradable. Pero si luego, cuando vuelvan a sus casa, son capaces de poner en marcha una narración o incluso representarla o si se cuelgan de un libro, la motivación habrá cumplido el objetivo.
Ni el cuento ni la fábula ni la anécdota ni el mito ni la narración oral ni las leyendas son inventos recientes. Son la sangre circulante por las venas de todas las culturas. ¿Corrían riesgo de perderse en el fragor de las formas de vida aceleradas e hiperocupadas de las gentes y familias de esta época? Las cuentacuentos vienen a apagar el fuego de la carencia, a suscitar la emoción del relato y a sugerir a la par lecturas con las que divertirse y aligerar la carga de los días. Las pequeñas dosis también calan.
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