diario de un vallisoletano curioso

domingo, 1 de noviembre de 2009

Morbo en El Carmen


Por qué me siento atraído por los cementerios, no lo sé. Supongo que porque se trata también de una variante de la arquitectura, donde se refleja la vida misma de las urbes. Las necrópolis son tan antiguas como las ciudades. Son las ciudades paralelas, ciudades de los muertos que aún las denominan en algunas de las más históricas y populosas del mundo. No hay nada en los cementerios que me espante. Me espanta mucho más el desenfrenado y contradictorio fluir de la vida cotidiana en las ciudades.

Los cementerios suelen ser lugares apacibles. Pero no dejan de constituir una proyección social. La división entre pobres y ricos se manifiesta en su historia de ampliación y crecimiento. La apariencia se reproduce en el gusto estereotipado y homogéneo, cuando no en el pésimo. La masificación que se observa en la ciudad también se reproduce en los cementerios. Hace tiempo que el cementerio de El Carmen tocó pared y el municipio tuvo que abrir otro en Las Contiendas. El acontecer frenético de las aglomeraciones invade siempre nuevo suelo urbano. Y, en fin, los cementerios no dejan de ser también de alguna manera una proyección sarcásticamente inmobiliaria.


Del cementerio de El Carmen, me interesa solamente la zona antigua, la romántica y tardorromántica. Así como la zona que yo llamo como de la injusticia. El cementerio de El Carmen solamente tiene ciento setenta y seis años, lo justo para aportarnos una arquitectura interior de túmulos y mausoleos de piedra de las familias burguesas del siglo XIX y de caminos de cipreses hermosísimos. Piénsese que hasta 1787 a la gente se la enterraba en parroquias y conventos, y que fue en ese año cuando una real cédula de Carlos III, el gran monarca ilustrado y emprendedor de las obras públicas regeneradoras de España, obligaba a los ayuntamientos a crear cementerios en el extrarradio de las urbes. Naturalmente, como una especie de sino de nuestra ciudad, en Valladolid se tardó aún casi cincuenta años en aplicar la medida.

Pero, cipreses aparte, cuyas sendas invitan al paseo y a la identificación con una especie arbórea que representaba vida y disfrute no sólo en la cultura romana, sino posteriormente en el Renacimiento, hay algunos elementos que desajustan sus orígenes, pero que, con distinta suerte, se integran en el cementerio común y afortunadamente civil.


Una de esas muestras que siempre me dio cierto repelús, aunque si lo contemplas en la distancia del significado perdido te parece hueco e incluso patético, es el enterramiento del general Martínez Anido, fallecido en Valladolid en 1938. Este general, participante en las viejas guerras coloniales de Filipinas y Marruecos, pasó a ser mano ejecutora de la represión obrera en Barcelona en la segunda década del siglo XX y posteriormente se sumó a la rebelión del general Franco contra la República electa.


Pero la historia está ahí y a mi lo que me interesa reseñar es esa estética muy en boga en aquel tiempo entre los fascismos italiano y alemán y en el realismo socialista soviético. Porque, más allá del hieratismo de las estatuas, ¿existieron alguna vez soldados de esa dureza? Ni los aparentes arios que desfilaron para Hitler por la Unter der Linden mostraban esa rigidez que caracteriza a estos dos soldados que montan guardia en la tumba de un general olvidado y desconocido para las generaciones posteriores. Acaso los guerreros de Xian tienen algo semejante con su gesto rudo y de fidelidad al jefe, pero hablamos de esculturas de terracota de dos mil doscientos y pico años de antigüedad. Por lo tanto, arte y cultura.



El mausoleo -qué grande le viene el nombre a este enterramiento- consiste en una arquitectura en forma de granada o proyectil, o al menos a mi siempre me lo ha parecido. A su entrada los dos vigilantes, con actitud severa y firme. Iconos de su tiempo y de la ideología que los fabricó, uno no consigue verlos ni siquiera como imágenes espectrales. Acaso ese cierto regusto morboso que apenas afecta.
Dejo para otro momento sacar a colación la zona de la injusticia que aún pervive en El Carmen. De momento, y creo que francamente, la imagen kistch de una silla bajita de formica abandonada junto a un ciprés invita a olvidar para siempre los aires de grandeza. Y una copla de Jorge Manrique, dialogando con la muerte, podría sonar aquí como una buena regla de uso, aunque para el viejo general tocara ya a toro pasado:

Las huestes inumerables,
los pendones, estandartes
e banderas,
los castillos impugnables,
los muros e balüartes
e barreras,
la cava honda, chapada,
o cualquier otro reparo,
¿qué aprovecha?
Cuando tú vienes airada,
todo lo passas de claro con tu flecha.

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