Entre las pintadas que han cundido por la ciudad el vallisoletano curioso ha visto de todo. Desde aquellos lejanos tiempos en que las paredes eran un dazibao a la española, ha llovido mucho en materia de expresión gráfica. La falta de reconocimiento del derecho a expresarse aguzaba la capacidad sintética de los lemas. El viva o muera tal o cual pueden parecer cutres a estas alturas, pero nadie duda de que eran concisos y desahogaban a las almas tiernas. El queremos libertad, o pan y trabajo, o no a la dictadura, resultan ahora demodé, pero respondían a un sentimiento extendido y más o menos unánime. Claro que a fuerza de repetirse podían sufrir el propio deterioro de lo archisabido que además se agravaba porque el objeto de los gritos de guerra no acababa de lograrse nunca.
Por otra parte, las pintadas triunfaban si a corto plazo eran tachadas o eliminadas de los muros. A pintada muerta, pintada hecha, era la respuesta rediviva. Porque las pintadas tenían vida propia. Eran un mundo en sí mismas, tras las cuales no siempre había que ver la mano de una organización clandestina y conspiradora, sino que con frecuencia eran la expresión refleja, sana y natural de un tirador solitario. ¿No aconteció en cierta y lejana ocasión que las paredes de las facultades de Filosofía y Derecho, ambas en el viejo edificio de la Universidad, amanecieron con frases de toda guisa imaginativa y tras las cuales no se encontraba ninguna dirección política?
Eran otros tiempos. Porque aunque este país ha tenido una larga tradición de expresión mural, donde se cantaban y decantaban glorias y decepciones ciudadanas, no todo han sido pictogramas de corte político o sindical. Y últimamente, independientemente de los grafitis insulsos de los quinceañeros, se manifiestan ciertas manos cuyo significado no resulta fácil de alcanzar. Mi madre no me deja, aparecida junto al túnel del Arco Ladrillo, puede ser simplemente un mensaje desmesurado y angustioso de un colega adolescente a otro. Aunque cuesta creer que se busque este método mural para expresar algo que se puede hacer rápidamente con la sobredosis de emails o de esemeses continuos que la gente se gasta. ¿Será un grito de guerra? ¿Se tratará del nombre de una tribu? ¿Será la renuncia a un compromiso amoroso urdida en la excusa de la autoridad maternal? ¿Habrá un secuestro oculto en el seno de una familia de bien?
Eran otros tiempos. Porque aunque este país ha tenido una larga tradición de expresión mural, donde se cantaban y decantaban glorias y decepciones ciudadanas, no todo han sido pictogramas de corte político o sindical. Y últimamente, independientemente de los grafitis insulsos de los quinceañeros, se manifiestan ciertas manos cuyo significado no resulta fácil de alcanzar. Mi madre no me deja, aparecida junto al túnel del Arco Ladrillo, puede ser simplemente un mensaje desmesurado y angustioso de un colega adolescente a otro. Aunque cuesta creer que se busque este método mural para expresar algo que se puede hacer rápidamente con la sobredosis de emails o de esemeses continuos que la gente se gasta. ¿Será un grito de guerra? ¿Se tratará del nombre de una tribu? ¿Será la renuncia a un compromiso amoroso urdida en la excusa de la autoridad maternal? ¿Habrá un secuestro oculto en el seno de una familia de bien?
Sobre las otras imágenes, nada que decir. A mi no me sugieren nada. Imágenes en base a una plantilla cuya intención no se me revela. Aunque se admiten interpretaciones o pistas. Hay quien opina que es publicidad encubierta. O acaso son simples manifestaciones de estudiantes de diseño y grafismo. El caso es que han aparecido por diversas zonas, y las de estas fotografías andan por el barrio de San Andrés. No sé si me gustan. Verlas repetidas en diferentes paredes acaba resultando un tanto siniestro. Y para repeticiones e intenciones perversas ya tenemos la publicidad.
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