Y él, modesto y sencillo, con una cifra y dos colores por banda, indicando la clásica carretera nacional y aguantando el tráfago de San Ildefonso con Isabel la Católica. No es un invento nuevo. Ya los romanos instauraron los miliarios para sus calzadas, una extensa red inteligente, varia y compleja, recorriendo la piel de toro conquistada. Lo curioso es advertir la persistente existencia del mojón en pleno centro de la ciudad. ¿Cuántos transeúntes se quedarán con su rechoncha y entrañable figura?
Este poliedro de tres caras cuya forma de remate -cual tricornio del dieciocho- se me escapa, es uno de esos iconos procedentes de la vieja España, como el toro de Osborne o el Anís del Mono. Lo curioso es que mientras muchos de estos emblemas tradicionales van desapareciendo comercial y publicitariamente, el mojón de carretera persiste en su férrea voluntad de marcar caminos que hoy se orientan por el GPS. Salvo que las normativas europeas lleguen un día y decidan que hay que variar las referencias de distancias y recorridos. Pero siempre nos quedarán los mojones de museo o de recuerdo. Yo ya me tengo apuntado uno.
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