Hierba, matorral, arbusto. Qué importa el nombre. El nombre es caos. Caos de la vida. La misma razón instaurada en todo el universo. No pide permiso para llegar aquí. Se instala en la acera. En los solares de la codicia del hombre. No la paran verjas ni vallados ni el asfalto. Siempre habrá una rendija, la resquebrajadura del firme de la calle, las hendiduras de una medianera. Un espacio minúsculo donde aflore en vertical la tierra. Y ellas, las esporas, precediendo a la criatura, llegan allí. Toman posesión contra las ordenanzas municipales. Crecen desmesuradamente. Son como la selva en la urbe. Más benéficas que el salvajismo intrínseco y conflictivo de la ciudad. Si se las dejara lo ocuparían todo. No hay espacio que no pueda ser transido por una simiente natural y mínima. No hay un portento de vida que no sea efecto de esa semilla salvaje y viajera. Nada tienen que perder. Nunca sabremos el origen. El viento es cómplice y vehículo de su esperanza. No entienden de cemento ni de estructuras ni de urbanización de las parcelas. Mientras algunas plantas de lujo se pudren en los balcones, ellas llegan con la alegría de la posibilidad de vida. Da igual la estación. No saben de las leyes de propiedad de los humanos. Son lo espontáneo. Y viven, y cunden, y convierten el gris en verde. Briznas de hierba, de matojos, de broza, yo os saludo. Abrís la materia dura para hacerla fresca y persistente.
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