El tráfico, ya intenso de par de mañana, estaba enloquecido. Los autobuses tenían una avería en su sistema informático y no sabías qué autobús iba a tal destino o a tal otro. Las aceras amagaban hielo y escarcha, según fuera el tránsito de viandantes. Al final me decidí por ir a pie. La temperatura era ascendente y llovía. Aquella nieve prometía escasa duración. Temí lo peor.
Y lo peor era que el Campo Grande no estuviera lo suficientemente impregnado de la nevada. No me importaba. Un paisaje totalmente cubierto de nieve no es un paisaje. Es otra cosa. La nieve lo tapa todo y no sabes dónde estás. Yo buscaba un paisaje donde la nieve no ocultara las señas de identidad del lugar. No importaba que no fuera excesiva. Quería el contraste, pero a la vez, la visualización del territorio.
Pero la lluvia iba deshaciendo más deprisa de lo que pensaba la capa blanca. No obstante, estimulado por la grandeza y la soledad del parque, me dejé llevar. El agua del río, mansa y especular, en un tris de helarse. Los patos y gansos se reunían en consejo a la orilla del lago. Veía algún pavo real subido a un árbol fecundo, del resto ni señas. Las estatuas de los ilustres, con su coronilla pertinente. Pensé en el sotobosque y en la humedad beneficiosa que le hará fructificar. Pensé en las raíces de los árboles bebiendo insaciables. Pensé en la importancia de lo acuático, en sus maneras lentas y profundas de rozar la superficie de la tierra y penetrar por sus poros. Pensé, en fin, en que no sabemos lo que tenemos. En que acaso despilfarramos lo fundamental para colgarnos de lo secundario. Entiendan que me enrede tanto en este parque nuestro que vivo como un bosque.
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