
Tal vez no sea uno de los espacios más frecuentados por los vallisoletanos. Sin embargo es de los más significativos, junto al ferrocarril, en el otro extremo del casco urbano, en materia de historia de la Comunicación y Transporte de la ciudad. Se trata de la dársena del Canal de Castilla, o mejor dicho, del final de unos de los dos ramales del Canal, ya que el otro ramal finaliza en Medina de Rioseco.

En la dársena vallisoletana podemos apreciar todavía edificaciones relacionadas con las tareas desarrolladas hasta el siglo XIX: almacenes, casa de guarda, viviendas, muelles de descarga, grúas. Y hasta no hace mucho hemos llegado a ver algunas barcazas residuales de las que se utilizaron. Esta colosal obra de ingeniería que es el Canal de Castilla, cuya idea se remonta al siglo XVI y que el Siglo de la Ilustración, desde mediados de 1750, le da un impulso determinante, permitía el transporte fluvial de la gran producción cereal de Castilla desde estos territorios de la meseta para colocarlos próximos a los puertos del Norte, principalmente de Santander. A su vera, crecieron infinidad de fábricas de harinas, con la consiguiente repercusión sobre la economía de nuestra tierra. Su auge estuvo a lo largo de la primera mitad del siglo XIX, hasta que los nuevos trazados ferroviarios con el Norte desplazaron definitivamente como medio principal de transporte el Canal.

La dársena, a la vera de la cuesta de la Maruquesa, vierte su agua para que a través de una vaguada que hay al otro lado de la carretera de León, vaya camino de su desagüe en el río Pisuerga unos metros más abajo. Es uno de esos lugares en absoluto concurridos y que invita a un paseo amable y un tanto nostálgico. Las excursiones que hacíamos a pie a la Fuente del Sol en nuestra niñez, solía tener a veces un alto en la dársena. Aquel recuerdo de las aguas que se vaciaban con efecto cascada me resultaba sobrecogedor. Hoy se fija uno más en la apacibilidad de la corriente remansada. ¿Será que lo pide el cuerpo?