
No es solo siglo y cuarto lo que separa al Pasaje Gutiérrez de Ikea. Ni que el primero está en el corazón de la ciudad y el segundo pertenezca a un municipio próximo, pero no a la ciudad, y ande perdido por los campos de Arroyo. Ni que el primero era reflejo del pequeño comercio local en su tiempo y el segundo es una gran superficie sueca, ardientemente deseada por el homo consumidor. Ni que el Pasaje fue un fracaso, porque la capacidad adquisitiva de los paisanos no daría para mucho, y el comercial Ikea tiene visos de arrasar.
Cierto que ambos responden a modas. El Pasaje a una europea y cosmopolita que los arquitectos diseñaban en las grandes urbes de la Europa próspera. En este sentido es un milagro que Valladolid, a su modesta escala, disponga de unas galerías de esa clase. E Ikea responde a la generalización mundial de un modelo basado en muchos metros cuadrados de superficie y en distintos planos. También hay una diferencia estética. El Pasaje es un monumento, un lugar bello, no obstante su infrautilización comercial. Un espacio donde te aíslas y te proteges. El nuevo centro comercial de Ikea posee las caracterísiticas del gran almacén opaco, donde vas a buscar el objeto por el objeto, y los hay a millones, pero donde todo es funcional y con sus servicios, pero para aguantar el paso diario de miles de pisadas. No es un espacio para el arte, precisamente.
Tiempos de consumo, limitados por la propia capacidad adquisitiva del individuo. Pugna por el precio y ya me dirán ustedes quién compite con aquellos PVP marcados para esos artículos made in China de que está a rebosar la nueva superficie. Los nuevos templos de la fe en las mercaderías irrumpen una vez más en nuestra ciudad creando dudas, desajustes, temores y sentencias draconianas en ese parqué de la oferta y la demanda que come a los seres humanos.
