No se trata de emular a Bécquer, aunque podría venir a cuento. Una vez pasadas las procesiones las sillas son pasto del olvido o, mejor dicho, de otro uso. Se cargarán en camiones y hala, a la feria de Sevilla, a un mitin político o a un concierto de rock.
Las sillas trashumantes son lo más democrático de este país. Se permiten tolerancia de toda clase de culos, sean de derechas o de izquierdas, de púberes o de jubilados, de clérigos o de sindicalistas. Una vez levantadas las oportunas posaderas el oxígeno libre se desplaza por los tejidos fibrosos de las sillas. Ellas llevan implícita en su destino una tolerancia que a veces nos falta a los ciudadanos.
¿Habría sillas en los autos de fe de Valladolid de 1559 donde la Santa Inquisición llevó a la hoguera a varios convecinos por el intolerable delito de participar de otra creencia, la luterana? Es que no puedo evitar recordar aquello (e imaginarlo) cuando veo el despliegue de gradas en la Plaza Mayor con motivo de las procesiones. Donde algunos ven cristos y vírgenes a mi se me representan los reos en sambenito y oliendo ya a chamusquina. Pero es parte también de la historia dura de mi ciudad.
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