“…las nuevas construcciones fueron casas pequeñas de una sola planta, divididas elementalmente en torno a un pasillo central, con tres o cuatro habitaciones, y con una superficie útil de 40 a 50 m2. el resto se destinó a corral, que también desempeñaba una función importante en estos catecúmenos de la ciudad. En una época en que los materiales de construcción eran baratos y en la que los negocios de la edificación eran menos desaprensivos estas elementales viviendas fueron relativamente bien construidas. El ladrillo prensado en la fachada le da una apariencia modesta; pero, no de miseria como las que reflejan los suburbios construidos después de la Guerra Civil; son las edificaciones, que aquí -ignoro por qué- se conocen con el nombre de casas molineras. A veces todas iguales forman un conjunto monótono; otras veces aparecen interrumpidas por modestas construcciones de dos pisos; corresponden a iniciativas de los promotores. Estos barrios proletarios son los núcleos de extrarradio, características del crecimiento urbano de casi todas las ciudades; a pesar de su marcado carácter suburbial, se diferencian plenamente de los suburbios que nacieron después, con los estigmas más de la miseria que de la pobreza, indicando que las condiciones que les dieron origen habían cambiado mucho. Unos y otros han sido el aspecto fundamental del crecimiento urbano de Valladolid.”
Esta parrafada de Jesús García Fernández, catedrático de Geografía en la Universidad durante un montón de años, pertenecen a su libro “Crecimiento y estructura urbana de Valladolid”. Bien podría aplicarse al barrio de la Farola, ese triángulo apacible, sencillo y que parece apartado, si bien está a cuatro pasos del Paseo de Zorrilla, sito entre la pasarela sobre el ferrocarril ubicada junto a la Plaza del Crepúsculo, la Carretera de la Esperanza y las vías del tren.
Un barrio que, como muchos otros, el histórico de Las Delicias principalmente, surgieron en las primeras décadas del siglo XX en torno a la actividad ferroviaria. Tal vez el entrañable profesor García Fernández hubiera conocido en los últimos años anteriores a su muerte, el cambio por goteo que se iba produciendo en el barrio. No un cambio fundamental ni, afortunadamente, desmesurado, en tipología constructiva, pero sí en lo que supone de renovación.
Ignoro si el PERI (siglas de Plan Especial de Reforma Interior, un tratamiento específico para determinadas zonas menores y conflictivas de la ciudad) que en su momento se inició sigue en vigor y se aplica. Es un barrio peculiar, abortado en uno de sus lados por la tapia del ferrocarril, donde las son casas molineras o a lo sumo con alguna excepción con casas de uno o dos pisos. Nada congestionado por las alturas, por lo tanto. En un extremo próximo al antiguo Matadero o en ciertas partes de lo que da a la Carretera de la Esperanza se ha roto esta norma con una edificación de mayor altura, pero, de momento, no es la tónica general. Hay infinidad de viviendas viejas todavía, unas cerradas y otras habitadas, y algunos solares yermos. Pero a la vez se va operado un cambio, alzándose edificios nuevos de carácter unifamiliar e independiente. Calles con nombres maravillosos como Aurora, Sol, Luna, Noche, Día, Estrella y otras como Murillo, Bretón, Velázquez o Goya, acogen estos contrastes entre lo nuevo y lo antiguo sobre los que, sin duda alguna, resulta difícil de predecir en cuanto el soterramiento de las vías tenga lugar y el triángulo tenga su lado cerrado de hoy día abierto al Polígono Argales.
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