Fue emocionante conocer a Saura y a Storaro en su paso por la Seminci. Ya sabes, esas emociones que hay que ocultar a los ojos ajenos, porque las sientes tú, son para ti, tú que no eres nadie, ni por asomo, lejos de ese mundo en que ellos viven. Tú que eres un simple diletante, un espectador fervoroso, a veces traidor, un eterno aprendiz de la ficción. Pero ellos, ¿no han hecho también las películas para un personaje anónimo como tú? Decir a estas alturas que Saura es uno de mis directores favoritos es de Perogrullo. ¿Lo es más por su maestría directora o porque retrata el alma de los hombres y en concreto de esta España que yo he vivido, independientemente de su proyección en tiempos y en lugares?
Todo a propósito de estar en ese acto de presentación de Otras miradas de Carlos Saura, exposición que reúne unas doscientas piezas, entre fotografías, pinturas y dibujos realizados por el director. Aunque iba persiguiendo saciar la curiosidad de ver de cerca al tipo exterior, me topé con su obra gráfica, que me deslumbró. ¿No había en ella, en sus dibujos con texto debajo por ejemplo, un recuerdo de lo que practicaba Goya o Valeriano Bécquer? Una especie de caprichada, que expectoraba las intenciones y tal vez las cuentas pendientes. Y esas fotografías sobre las que pinta encima, desdoblándolas, a las que llama fotosaurios y que parecen segundas pruebas de fotogramas que no van a salir de la cámara de su corazón.
Le echas cara y le dices a Saura, al aproximarte, que admiras más o menos todas sus películas. Que esos saltos en sus creaciones los valoras como los de otro eterno aprendiz. Te viene entones a la cabeza la misma capacidad creativa de Picasso, eterno prospector en recursos y estilos. Y entonces piensas si el maestro no será realmente el que está aprendiendo siempre, no tanto el que pretende enseñar. Y le comentas que sí, que las últimas películas son espectaculares por lo que encarnan, la conjunción del alma de la música, de la danza, de la otra interpretación. Pero de pronto se lo confiesas: que le estás agradecido sobre todo por una de sus primeras películas, La caza, que es paradigmática para ti. Para ti que tardaste en comprender lo de que el hombre es un lobo para el hombre. Y a lo que Saura mismo le da la vuelta: no hay lobo que iguale al hombre, a todos excede en fiereza.
Y resulta que Vittorio Storaro, el aplicado y tenaz director de fotografía de películas de Dario Argento, Sampieri, Patroni, Bertolucci, y hasta de Ford Coppola y Warren Beatty, estaba acompañando a Carlos Saura. Le echas cara de nuevo y le pillas a Storaro, que va a su aire en esa visita circunstancial con autoridades locales incluidas. Le asaltas en uno de esos momentos que va haciendo fotos con su móvil o acaso mensajeándose con alguien que le admira en el silencio de la complicidad, y te enumera las cinco o seis películas de Saura para las que ha trabajado, que hemos hecho, como afirma él sin dudar de que la labor cinematográfica es siempre una desigual labor de equipo, donde las ideas nacen y rebotan de mil cabezas, donde un director de la película y un director de la fotografía a veces dejan de ser tal cual para ser el otro.
Un curioso como yo quedó encantado con los transeúntes. No cambiará mi visión sobre su obra, pero seguro que permaneceré más atento a los últimos trabajos. Por cierto, ¿para cuándo Io, Don Giovanni, la última película de Saura, que tendría que haber presidido la inauguración de la Semana de Cine? Habrá que estar atento. El film va sobre Lorenzo da Ponte, el libretista de Mozart, entre otros. Sus Memorias, publicadas en su día en la editorial Siruela, me parecieron una maravilla. Aunque la maravilla fue que compré el libro, nuevo, en el mercadillo de Cantarranas a precio de migaja. Se ve que el tema no le interesaba a nadie. Otros se lo perdieron.
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