Que el arte, al menos en Occidente, se ha impuesto a los mitos, leyendas y tradiciones de cualquier religión o credo no me cabe duda. Entiendo por imponerse la manera diferente y transversal, independiente y creativa, de interpretar aquellos. Poner rostro a los mitos es una audacia que los dogmas de las religiones no hubieran podido hacer por sí mismos. Es el arte el verdadero exégeta en cualquier cultura del mundo. Incluso cabría preguntarse si el arte ha avanzado porque han evolucionado las culturas o si más bien éstas han cambiado porque el arte las ha empujado. Probablemente se haya producido una relación de causa a efecto que ha dado de sí hasta lo imposible en el sistema de representación estético y expresivo, para admiración de las generaciones.
Tenía yo ganas de traer a colación aquí el sorprendente retablo de la Adoración de los Reyes, ubicado en la iglesia de Santiago. No creo que haya muchos vallisoletanos que lo conozcan, pero es digno de ser valorado. En él, Alonso Berruguete ya pone lo mejor de su aprendizaje en Italia, donde dicen que trabajó en el ámbito de los talleres de Miguel Ángel. Esta obra la descubrí hace unos años cuando la parte central del retablo, desmontada en sus tres piezas, fue expuesta en la catedral de Palencia con motivo de una de esas exposiciones de la llamada Edades del Hombre que la Iglesia pone en funcionamiento con fines catequísticos y publicitarios, aprovechando el tirón turístico.
Fue entonces cuando me impactó, en la proximidad de las obras, advertir aquel manierismo exultante de cada conjunto. Porque esta obra es un conjunto de conjuntos, donde lo que habla no es sólo la escena, ya extraordinariamente conocida en la cultura cristiana, sino cada personaje. Berruguete es la modernidad en escultura. Renacentista con ecos italianizantes en territorio de la áspera Castilla de la primera mitad del siglo XVI, su escultura es rompedora. No hay más que ver las principales obras exentas del Museo de San Gregorio, donde se puede ver la capacidad interpretativa del cuerpo humano que poseía el artista, donde los rostros son el culmen de la mística que irradia el resto del cuerpo. Sin embargo, en el retablo de los Reyes gozamos más en el trabajo de los rostros, dado que los cuerpos de todos los personajes están cubiertos por el vestido. Pero gozamos además con la disposición difícil y exitosa de las figuras. Uno, que es un mero aficionado a mirar la belleza del arte, sólo incita a no dejar pasar la mirada de vez en cuando por este retablo, porque las facetas del placer son infinitas.
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